LAS FUENTES DEL VACÍO
Pedro Zarraluki
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¡Que el ave negra y codiciosa extienda sus
alas sobre mí!
¡Que me ahogue esta bestia, que el huracán
arrastre mis ignorados despojos, y el aire se lleve
mi nombre y mi memoria!
LEOPARDI
¿Qué es el horror? Para muchos esta pregunta será tan solo un juego literario, pero lo será porque no se han detenido a considerarla con la debida atención. ¿Qué es exactamente el horror? ¿Se podría decir con mi maestro que es la desesperación llevada al límite, o caeríamos con ellos en la trampa de la filosofía? De una cosa estoy seguro: el horror no nace del temor a la muerte, o cuando menos no puede formularse de esta manera. Si su causa fuera nuestro paso al más allá, su gestación podría situarse en el temor a la agonía. Y, sin embargo, tampoco es el miedo a vernos agónicos lo que nos causa el horror… No me resulta fácil expresarme. Sin duda serán muchos los que clamen al cielo contra las páginas que voy a escribir, pero la verdad es que no intento tranquilizar a nadie. Tampoco sería capaz, como podrá apreciar el lector menos avispado. Gracias a esto, mi situación es la idónea para abordar ciertos temas que el resto de la gente parece decidida a rehuir. Tanto es así que mi pensamiento está posiblemente censurado, y sin duda nadie lo tomará en consideración como no sea para equipararlo a esos relatos llenos de espectros y de sombras. Pero lo que voy a narrar no guarda relación con los delirios de ensueño, sino con el líquido viscoso que circula en el interior de nuestras venas.
Mi maestro no creía en los espíritus, y consideraba esta incredulidad el primer peldaño para ascender a las cimas del horror. Según el viejo profesor, solo podía acariciar el verdadero pánico el que tuviera la lucidez suficiente para saber que ese monstruo goyesco, cartilaginoso y obsceno instalado a los pies de su cama era una concreción aleatoria de su pensamiento. En esto consistió nuestra primera lección, pero no quiero adelantar acontecimientos. Tampoco quiero salir en defensa del viejo profesor, pues sé bien que de hacerlo sería censurado con mayor rigor si cabe. En este momento en que la libertad me muestra su faz estremecedora, solo quiero dejar constancia de algo indiscutible: las consecuencias de su discurso fueron terribles y de sobra conocidas, pero esto no pone en duda la coherencia de su pensamiento.
Mi maestro fue un hombre que se entregó al estudio casi con voracidad y sin ninguna ilusión, como podrán atestiguar los muchos alumnos que pasaron por su cátedra. Sus lecciones se hicieron famosas por la grandeza de su mensaje, bello y desesperado, y porque era un orador excelente. Nunca se atuvo al programa oficial, y durante veinte años tituló Las fuentes del vacío a su personal interpretación de la filosofía. Hace siete inviernos, inmediatamente después de las vacaciones de Navidad, el anciano profesor anunció que iba a dar un cursillo especial sobre la malignidad de la sabiduría. Llamó a aquel improvisado seminario Kierkegaard y Conrad: el descubrimiento del horror, y fue tal la afluencia de oyentes que tuvo que instalarse en el aula magna. Fue un invierno duro, el más duro que recuerdo, y por la mañana la universidad aparecía inmersa en una bruma densa y fría. Los días de lluvia todo se cubría con una capa quebradiza de agua casi helada, y era como si el mundo hubiera perdido para siempre su calor. A pesar de ello —y quizá para librarse de todo oyente que no fuera realmente empecinado—, mi maestro convocó el cursillo a las ocho de la mañana.
Intentaré recordar aquel curso para salvar lo poco que queda del trabajo de toda una vida dedicada a desenmascarar la angustia. Por otro lado, soy consciente de que es imposible rememorar un discurso como el del profesor, lleno por igual de cabos sueltos, de citas incongruentes y de interrogantes descorazonadores. Su procedimiento dubitativo y caótico acabó, sin embargo, por ser del todo implacable, aunque tan terrible como la disolución en la locura. Esta última impresión es la que el mundo —espantado por el vértigo del horror— conservará de mi maestro. Los hombres no pueden admitir el insulto de la más extrema lucidez, y por ello el anciano profesor pasará a la historia como alguien que no supo encontrar un buen asidero para su cordura: ¡Pero mi profesor era un hombre sobrado de razones y de argumentos para defender que la maldad nace del corazón del hombre, y que los monstruos rebosan de su inteligencia!
El día de la primera lección soplaba un viento helado que resonaba en el interior del aula magna. No había amanecido aún, y en el gran recinto solo se oían algunas toses aisladas. Las luces mortecinas llenaban de tristeza el ambiente, y las altas ventanas de medio punto parecían las bocas de pozos insondables. Alicia, sentada a mi lado, me contemplaba con ojos melancólicos y bostezaba procurando no hacer ruido. Para ella, ni la vida ni el pensamiento daban comienzo hasta que en el horizonte aparecía el sol. Era incapaz de entender que la inteligencia, cuanto más profundo, más se interna en el reino de las sombras.
El viejo profesor entró en el aula, y siguiendo su inveterada costumbre cerró con llave la gran puerta de roble para que nadie pudiera molestarle hasta que la clase hubiera concluido. Luego descendió al estrado por un pasillo lateral, y sin alzar la vista del suelo se situó tras la vetusta mesa de conferencias. Entretuvo un buen rato en acomodarse en la butaca, siempre con la mirada perdida en la superficie erosionada de la mesa. Por fin, encendió la lamparita de pantalla con un dedo tembloroso, y entregó a su auditorio unas pupilas llenas de indeferencia.
—Debo iniciar este curso con una advertencia —dijo con voz quebrada pero poderosa—. Ya que no detuve mi vida en la juventud como mandan los cánones clásicos, me hubiera gustado aparecer ante ustedes tal como lo hacía el voluble Alaeddin: precedido por un lictor que, agitando un hacha con el mango erizado de puñales, gritaba sin descanso: «¡Atrás, atrás! ¡Huid todos del que lleva en sus manos la muerte de los reyes!»
Se oyó una risita en algún lugar de las últimas filas. El profesor había enmudecido, y nos contemplaba con la mirada errabunda con que se contempla un paisaje. El viento bramaba con tal fuerza en el exterior que parecía que se nos fueran a volar los papeles, pero en el aula la atmósfera estaba casi inmóvil. Alicia me dirigió una breve sonrisa, y luego se echó aliento en los dedos para darles calor. Entonces mi maestro dio comienzo a la exposición descarnada de su pensamiento, y lo hizo con unas palabras que nunca olvidaré:
—Señores: Kierkegaard asentó el supuesto evidente de que la desesperación resulta inevitable para el mortal capaz de concebir el infinito. Voy a dedicar el curso que ahora comienza a exponer las razones por las que me adhiero a esta especie de pesimismo cronológico, pero no me tomaría la molestia de hacerlo si no estuviera dispuesto a tratar el tema in extremis. Cincuenta años después de la muerte de Kierkegaard, el novelista Joseph Conrad encontró la palabra para nominar el extremo intolerable de la desesperación: el horror. Pero Conrad nos llevó a la selva impenetrable para conseguirlo, y nosotros no vamos a salir de esta aula. ¿Qué es el horror?
Con estas palabras inauguró mi maestro el que iba a ser su último curso. Confesaré en este punto que yo era uno de sus buenos alumnos, y que él me conocía sobradamente. Mi devoción por sus teorías era un poco pueril en el sentido estricto del término, pero a medida que han pasado los años estas teorías no han hecho sino sentarse en mi entendimiento con una fuerza cada vez mayor y más estable. Con él aprendí que un hombre se acerca tanto más a la verdad cuanto más se deja de llevar por la duda y por la tristeza. El destino del Coloso de Rodas estaba escrito en su inmutable gesto descomunal: se mantuvo en pie tan solo sesenta años.
Aquel primer día el profesor intentó demostrar que la angustia era una creación del alma, y que esta creación incluía el motivo que la causaba. Para él era muy importante que entendiéramos la angustia como una visión devastadora que conjugaba la inestabilidad y el ímpetu necesarios para situarnos en el ojo del ciclón, en donde todo nace y en donde sin embargo no hay nada. El motivo de la angustia, fuera real o ficticio, era tan solo la excusa para provocar en nuestro interior una súbita y brutal ausencia, y para hundirnos en una implosión en la que podíamos contemplar lo único verdaderamente espantoso: el vacío. No debía, pues, considerarse la angustia como la respuesta a un estímulo, sino como el deseo de la razón de contemplar su propia disolución ancestral.
—Abbas II, sha de Persia, abrasó en una hoguera a todas las mujeres de su serrallo porque en una embriaguez le habían dejado solo. Con ello dio al horror una escenografía bastante aceptable como para que podamos entenderlo. Ya veremos si alcanzó así tan solo la cima de la crueldad, o si en la cima había también un miedo insoportable a algo. De momento, lo único que debemos preguntarnos es si nosotros haríamos lo mismo si fuéramos como él ilimitadamente libres, ilimitadamente poderosos, pero tan mortales como el leproso más purulento y despreciable de su reino.
Alicia salió del aula con un malhumor que yo entendía bien aunque no lo compartiera. Para mí, la desesperanza del viejo profesor era una consecuencia inevitable del pensamiento comprometido. Alicia opinaba, por el contrario, que el camino hacia nuestro interior era el camino hacia la única alegría posible. Para ella —y en eso coincidía con Julios Bahnsen, adalid del pesimismo y defensor de la ilógica absoluta—, el universo estaba entregado a una especie de caos elemental sin el que la complejidad sería inconcebible. Pero eso era para Alicia motivo de regocijo, pues el hombre había sido capaz de dar nombre a todas las cosas, y había sido capaz de descomponer el arco iris y de intentar una armonía para el ruido.
—Está emponzoñado —dijo Alicia en la cafetería de la facultad—. Si algo me da miedo de verdad es lo que oculta en su cerebro. Estoy segura de que sería capaz de cualquier atrocidad con tal de cubrirlo todo con un manto negro y polvoriento.
Tomábamos café sentados junto a una de las ventanas. Pasé una mano por el cristal para desempañarlo. Aunque en la cafetería hacía calor, el cristal estaba frío como el hielo. Puse mi palma helada en la mejilla de Alicia, y Alicia tuvo un escalofrío pero no se apartó. Me miró con sus ojos serenos. La mirada de Alicia, tan brutalmente llena, me producía una especie de tortura metafísica. Ella decía que sus ojos habían pertenecido a una prostituta griega, y más antiguamente a una niña que tiritaba de frío en el fondo de una cueva. Pero aquella breve y romántica historia de su mirada no se atrevía a retroceder más, mucho más en el tiempo, hasta llegar al monstruo ciego, ni hablaba de la descomposición de los órganos muertos. En aquellos días se me hacía intolerable pensar que las pupilas de Alicia debían anegarse en el barro de la putrefacción. Pero Alicia no podía entender mi sufrimiento. A veces se burlaba diciendo que, al revés que Pigmalión, yo hubiera pedido a Afrodita que convirtiera a mi amada en una estatua de mármol.
Fue entonces cuando sonó un alarido largo como el desgarro de una sábana. En la cafetería todos callaron, pero en un primer momento sólo yo salí corriendo al pasillo. El que gritaba era un compañero de curso al que no conocía, y que me había llamado la atención por la extremada palidez de su piel y porque nunca había despegado los labios. Tenía la espalda apoyada en la pared, y el rostro desencajado por un pavor sin límites y sin causas aparentes. Me puse delante de él, pero sus ojos vagaban sin verme y de su boca brotaba un gemido apagado. Quise cogerle por los hombros. En ese momento se desplomó con un largo estertor, y quedó tendido en el suelo braceando entre violentas convulsiones. No supe qué hacer. Miré hacia la gente que nos rodeaba, y entonces vi que el viejo profesor estaba a mi lado. No se molestaba en ocultar el placer con que estudiaba el ataque de su alumno.
—La epilepsia es un estado muy interesante —me dijo sin dejar de mirarlo—. Durante el acceso epiléptico el cerebro trabaja mucho más que en la vigilia, por supuesto, pero más también de lo que trabaja durante el sueño. El epiléptico se acelera hasta un punto que usted o yo nunca conoceremos. Me gustaría saber qué es lo que ha visto ese muchacho para sentir tanta angustia… Es posible que sea el único que haya empezado a entender mis palabras.
Alicia… Alicia. ¿Por qué fuiste siempre incapaz de entendernos? ¿Por qué fuiste siempre tan desordenada y tan… poco consistente? No quiero interrumpir la narración, pero necesito que sepas que ya en aquellos días odiaba tus juegos de palabras, y odiaba el extraño placer que encontrabas en las paradojas. No podía soportar que la intensidad de tu mirada no escondiera ninguna grandeza. Eras tan infiel a todo que volvías siempre a ti misma con la risa insoportable de la adolescente que corre a ocultarse en su dormitorio, y sin embargo tus pupilas, como un remanso inalterable, me llevaban a pensar que eras hija de la Esfinge. ¡Qué engaño tan lamentable! ¡Solo tenías en común con la Esfinge el gusto por las adivinanzas!
En la segunda conferencia, el viejo profesor se instaló en su butaca, hundió la cara en sus manos y permaneció largo rato inmóvil. Sentado en la primera fila, el epiléptico temblaba de forma casi imperceptible. Llovía a cántaros, y había numerosas bajas entre los oyentes. Alicia, a mi lado, canturreaba con evidente ánimo provocativo mientras hojeaba una revista. El profesor posó en ella una mirada sombría, y yo me apresuré a hacerla callar. Por encima de nosotros, por encima del edificio y por encima del viento, los truenos bramaban entre un oleaje de nubes densas y oscuras que hacían imposible el amanecer. Aquel día no habría otra luz que el fulgor efímero de los rayos. Hasta el viejo profesor parecía herido por el frío.
—Para Platón, uno de los filósofos que más han errado, los cielos eran la imagen cambiante de la eternidad. Él aún creía en el tiempo cíclico, y por lo tanto en el eterno retorno. Fue el cristianismo, que por la crucifixión de su profeta necesitaba establecer acontecimientos históricos únicos, el que introdujo la noción de tiempo lineal. Al hacerlo, se vio obligado a darle un principio y un final: la Creación y el Apocalipsis. Solo en el siglo pasado, con el perfeccionamiento del reloj, se llegó a entender el Tiempo como lo que realmente es: como una entidad abstracta o, lo que viene a ser lo mismo, como un monstruo de la razón.
Mi maestro apagó las luces y puso en marcha un proyector. A partir de ese momento habló desde la sombra, desde el frío inmenso de la oscuridad, mientras a su lado aparecían imágenes que me sumieron en un profundo malestar. La lluvia producía un estruendo apagado al otro lado de los cristales. Vimos un vientre abierto, buitres devorando carroña, un anciano que mostraba sus manos deformadas por la artritis. El pensamiento se hizo a la vez inútil y necesario al idear el Tiempo, pues desde entonces no consigue llegar jamás al lugar que se ha propuesto, pero tampoco puede dejar de avanzar incesantemente. Vimos una fosa en la que se hacinaban cadáveres desnudos, una máscara de madera adornada con dientes y con cabellos, un grupo de jóvenes orientales que nos miraban riendo y señalaban el suelo, en donde había el cuerpo de un hombre decapitado. No hay escapatoria porque nunca tendremos tanto tiempo como el Tiempo para huir de él, y tampoco podremos diluirnos de nuevo en las fuerzas ciegas, ese Todo inmóvil del que no debimos salir. Vimos el rostro de una anciana consumido por el llanto, un cúmulo de fetos amontonados con los ojos saltones como peces, un hombre joven que con una mano sostenía por el cuello el cadáver de una muchacha, mientras introducía la otra mano en el cuerpo de ella a través de su esternón desgarrado. No es el miedo a la muerte lo que nos causa el horror. Tampoco es el miedo a la locura, pues la locura no nos altera en nada realmente sustancial. El horror nace del miedo a un deseo inconfesable: el de volver a esa bestialidad sin culpas de la que nos arrancaron los monstruos de la razón.
¿Por qué llorabas, Alicia? ¿Por qué te indignabas con mi maestro? Ya ves que el viejo profesor no estaba descaminado, y que si pecaba de algo era de una absurda benevolencia. Se mostró tan magnánimo con nosotros que a veces me tienta pensar que aquel curso fue solo el último capricho de un anciano. Pero no quiero criticarle, y no voy a hacerlo aunque en este momento me sienta superior a él. Debo considerar que tenía razón en lo fundamental. No es el miedo a la muerte y tampoco es el miedo a la locura. El horror es un pozo sin fondo abierto en nuestro pecho. Algo que tú no podías entender, Alicia. No podías entenderlo porque odiabas la grandeza de lo insondable. Por eso te identificabas con el lobo del que nos habló el profesor en la última conferencia. No querías venir. Tuve que llevarte un gran tazón de café a la cama para que me acompañaras a aquel día inolvidable. Caía una lluvia de agujas, y la niebla era tan densa que los edificios de la universidad parecían navegar sin rumbo por un mar inmóvil. La noche era una losa inamovible, y el frío se deslizaba como un reptil por el interior de nuestra ropa. Pero conseguí que me acompañaras y creo que hice bien, pues de otra manera nunca hubieras llegado a sospechar mi espantoso tormento.
El epiléptico estaba más pálido y trémulo que nunca. Mi maestro entró en el aula y cerró con llave la puerta. Luego subió al estrado, y ante el asombro de todos se arremangó el abrigo y procedió a anudarse una cuerda en el antebrazo. La apretó con fuerza ayudándose con los dientes. A mi lado, tiritabas en tu butaca, queridísima Alicia. El profesor tomó asiento y abrió el cajón de su mesa.
—Se dice que Petronio, del Petronio latino y no del obispo de Bolonia, que se abrió las venas y luego se vendó la herida para poder elegir el momento exacto de su muerte. Es una anécdota que siempre me ha gustado, y además es lo bastante práctica como para que en este momento me atreva a remedarla.
El viejo profesor extendió el brazo sobre la mesa, y sacó del cajón un hacha pequeña. Se le escapó un gemido, pero alzó el hacha con decisión y la dejó caer con un gesto de rabia. Sonó un levísimo chasquido que se confundió con el golpe que hizo la hoja al clavarse en la madera. Noté los dedos de Alicia que se hundían en mi costado, y creo que el aula se llenó de gritos. Pero yo no podía apartar la mirada de los ojos de mi maestro, que nos contemplaban con una indolencia en la que se adivinaba un asomo de ardor. No es el miedo a la muerte, pero tampoco es el miedo a la locura. El epiléptico se había encogido sobre el vientre y se tambaleaba, boqueando. Con la mano que le quedaba, el profesor apartó el miembro amputado con un gesto de asco, y luego se contempló la herida. Entonces quiso reanudar la clase, aunque temblaba violentamente y sus alumnos se hacinaban ante la puerta cerrada. Se hacinaban ante la puerta, pero no los movía el miedo a la muerte ni el miedo a la locura…
—Hay un poema de Vigny que se llama La muerte del lobo. Un cazador nos cuenta cómo persiguió a su presa, y cómo luchó el lobo por huir y con qué fiereza se volvió contra los perros que le acosaban. Pero llegado el momento final, acorralado y sin fuerzas, el lobo había muerto con los ojos muy abiertos y sin soltar un gemido. Gemir, llorar, rezar, todo el igualmente cobarde. Cumple con energía tu larga y pesada tarea en la vida que la suerte te ha deparado, y después, tal como yo hago, sufre y muere sin abrir los labios.
Alicia se había levantado y me tiraba del brazo. El profesor volvió a mirarse la herida, pues a pesar del torniquete su sangre se derramaba por la mesa. El epiléptico cayó al suelo con estruendo. Se llevó las manos a la boca y empezó a golpear su frente contra las baldosas. Alicia me tiraba del brazo y gritaba junto a mi oído. ¡Pobre, pobre Alicia! ¡Solo quería huir! ¡Qué idea tan mediocre tenía del alma del hombre! Mi maestro quitó la sangre de la mesa con gesto de fastidio, y luego clavó en mí sus pupilas encendidas. Sólo yo permanecía sentado. En el fondo del aula resonaban los golpes con que intentaban derribar la puerta, y se oían voces airadas, y la pobre Alicia me tiraba del brazo y gritaba sin parar. Berreaba como si la estuvieran degollando, mientras yo veía cómo entraba poco a poco el infinito en los ojos de m maestro. ¡Pobre, pobre Alicia, obstinada en conservar la vida a su lado! ¡Pobre Alicia, que no supo verse a sí misma como una contradicción llena de turbulencias! Sus gritos se hicieron cada vez más insoportables. El epiléptico pateaba clavado al suelo. Y entonces el profesor tuvo un ligero vahído, y comprendí que se asustaba. No pudo esperar más. Sin apartar sus ojos de los míos tiró con fuerza del torniquete, y su corazón comenzó a bombear sangre por la herida, y era tanto su flujo que pensé que el mundo se iba a desangrar a través de su brazo. Pero en ese momento las puertas del aula sucumbieron con un espantoso crujido, y todos huyeron con el atropello del ganado espantado, y Alicia y yo también salimos de allí y corrimos, corrimos sin parar entre la gente asustada, y corrimos después por los pasillos vacíos hasta caer agotados ante un ventanal desde el que se veía, como un navajazo horizontal, la línea ardiente del amanecer.
¡Qué gran oportunidad perdió mi maestro! Bien es verdad que he tenido que esperar algunos años, pero por fin he asimilado aquella lección que no pudo acabar, y he comprendido también su última debilidad. A él le bastó con suicidarse, pero un hombre debe arrastrar en su retirada al mundo al que pertenece. Sardanápalo, el gran rey de Asiria, hizo matar a sus mujeres, a sus hijos, a sus animales y esclavos antes de suicidarse, y ordenó quemar su palacio de Nínive para que todo muriera con él, incluso el paso del tiempo y la inercia de la memoria. Yo no podía soportar más la desesperación, pero tampoco podía tolerar que mi angustia renaciera en corazones que dependían de mí. Eso es lo que nunca pudiste entender, Alicia, porque eras ciertamente como el lobo del poema. Por eso has luchado con arrogancia contra mi terrible designio, convencida quizá de que podías hacer algo por conservar las vidas de nuestros hijos. Y porque eras como el lobo has aceptado tu derrota ojos cansados, y has encorvado el testuz con la dignidad absorta de las fieras. Ahora voy a dejar de escribir porque no soporto la visión de vuestros cuerpos desmadejados. Mi pequeño Alberto ha tenido la desgracia de perder el rostro, pero la dulce, la dulce y traviesa Elena tiene clavados en mí unos ojos vertiginosamente vacíos. Esa es la mirada que nos causa horror, y en el fondo es una mirada sencilla. Ha llegado el momento de que yo también contemple la nada. Dentro de un instante mis pupilas se ausentarán, asombradas por haber sufrido el destello absurdo de la vida.
Que nadie se acerque a mí.
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