sábado, 31 de julio de 2010

FRANCISCO TARIO O LA INNOVACIÓN MARGINAL


 Francisco Tario (1911-1977), cuyo verdadero nombre es Francisco Peláez, fue un escritor mexicano que se dedicó a producir textos de carácter fantástico (y otros realmente inclasificables) en una época en la que el costumbrismo y la novela de la revolución eran los únicos discursos narrativos aceptables en la literatura de nuestro país.
Si Tario hubiera comenzado su carrera literaria al mismo tiempo que Rulfo o Arreola, se le habría considerado como lo que es: un gran narrador. Lamentablemente, no fue así, por lo que hemos tardado muchas décadas en redescubrir a este autor.
Su primer libro de cuentos titulado La noche (1943) es una obra de culto, que nos revela a un autor ingenioso, sarcástico y cosmopolita, más emparentado con el uruguayo Horacio Quiroga y el norteamericano Edgar Allan Poe, que con los mexicanos Mariano Azuela, Federico Gamboa o Francisco Rojas González.
La escritura de Tario es sencilla, pero su vocabulario es amplio y culto. Utiliza de forma correcta las palabras, jamás repite un término y sin embargo su redacción es de fácil acceso para cualquier lector. Sus textos pueden leerse sin interrupciones y jamás pierden el interés.
Tario no sólo fue escritor, sino también futbolista profesional, pianista y astrónomo. Además del mencionado libro de La noche, Tario publicó: Aquí abajo (1943), Equinoccio (1946), Breve diario de un amor perdido (1951), Acapulco en el sueño (1951), Tapiocca Inn (1952) y Una violeta de más (1968).
Aquí presento uno de sus cuentos:

La noche del féretro

 Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo:
—Necesito un féretro.
Oí distintamente su voz ronca y amarga seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.
El empleado dijo:
—Pase usted.
Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.
Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:
—El cliente es rico, conque tú serás el elegido.
La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No apetecía yo, pues, moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas calles tan húmedas y resbaladizas.
El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un momento dado, pudiera abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras cosas su sobriedad, duración y comodidad.
De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa. Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa:
—El finado es robusto, ¿sabe?
Fue entonces cuando pensé:
"Me llevará sin duda".
En efecto, prorrumpió:
—Creo que me convenga éste.
Ajustaron el precio —en mi concepto, irrisorio— y me trasladaron a un automóvil demasiado fúnebre, con las llantas blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas frías. El cierzo me penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra humana, en el interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia el pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido, hacía girar extrañamente el volante...
Cruzamos calles silenciosas y lóbregas, pobladas de perros chorreantes y prostitutas; avenidas iluminadas y alegres donde la gente paseaba con lentitud, bajo los paraguas negros; una plazoleta muy triste en la cual tocaba una banda y los militares lucían sus uniformes nuevos; edificios de ladrillo, tenebrosos, en cuyos interiores adivinaba yo parejas de hombres y mujeres estrujándose frenéticamente...
En tanto, mi cerebro trabajaba sin descanso:
"¿Hacia qué lugar me conducirán? ¿Qué clase de destino me aguarda?"
Es preciso que los hombres sepan que los féretros tenemos una vida interna sumamente intensa, y que en nuestros escasos ratos de buen humor bromeamos o nos chanceamos unos con otros. Ante todo, tenemos nombre: unos, masculinos y, otros, femeninos, naturalmente, de acuerdo con nuestro sexo.
Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará la suerte.
Buena prueba de esto último es que hoy, al salir rumbo al armatoste que me aguarda, un antiguo camarada se despidió de mí de esta forma:
—Que el destino te conceda buena hembra y buena casa...
Yo, que soy hombre, le respondí tristemente:
—Sobre todo, eso, amigo: buena casa para pasar el invierno.
¡Ah, esas tumbas de tierra, enlodadas y frías, llenas de mil clases de bicharracos glotones que trepan por nuestras espaldas y nos van destruyendo lentamente! ¡Esas tumbas ignominiosas y endebles, en cuya superficie no hay flores ni hierba, y sobre las cuales chapotea la lluvia sin piedad alguna! ¡Esas tumbas tan pobres, tan solas, encaramadas allá sobre cualquier montaña o sumergidas en el corazón de un abismo!
Cuando el automóvil se detuvo, observé que mi llegada despertaba un interés incomprensible. Se oyeron voces humanas de:
—¡El féretro! ¡El féretro!
Alcé los ojos y vi un edificio cuadrado, con dos terrazas de piedra. Suspiré, aliviado. Tres hombres vestidos ridículamente me transportaron hasta un suntuoso aposento en cuyos ángulos ardían los cirios: esos malditos cirios que chisporrotean continuamente abrasando nuestras entrañas con sus gotas de cera blanca. Tardé un buen rato, no obstante, en descubrir a mi cónyuge. Entretanto, tuve que realizar indecibles esfuerzos para contener la risa. Allí estaba yo, tendido sobre no sé qué mueble absurdo, y los hombres desfilaban ante mí con sus levitas y sus rostros descompuestos. Me miraban a hurtadillas y tosían o se alejaban rápidamente. Nadie se mantenía ecuánime en mi presencia, cual si yo fuera una especie de monstruo, culpable de la muerte de los hombres.
Una muchacha fresca y esbelta, que despedía un olor en extremo agradable y que había deseado para mí con toda el alma, prorrumpió al yerme:
—¡Es tan terrible y tan negro!
Distinguí su pecho duro y alto, que se estremecía de terror, y la línea de su vientre suave, bajo la tela infame.
Otra mujer, rubicunda y fea, cuchicheó una frase indulgente:
—¡Y las manijas son de plata!
Pero he aquí que, de pronto, un chiquillo se me acerca y pregunta:
—¿Es para enterrar a papá?
Sentí que el corazón me dejaba de latir dentro del pecho, que la cabeza me daba vueltas, y que me hallaba abandonado en mitad de un túnel nauseabundo.
"¿Cómo, para papá? —me dije—. ¿No soy acaso un hombre?"
Quise gritar, protestando. Quise incorporarme y echar a correr sin ningún rumbo, pero no pude. Cuatro pesadas manos, cubiertas de vello, me sujetaron por pies y cabeza y no supe más de mí. Debí perder el sentido. Cuando desperté, un hombre gordo, hinchado, pestilente y rubio, yacía sobre mis pobres huesos. Ardían los cirios en torno mío, salpicándome las ropas; rezaba un sacerdote, mirando por encima de sus anteojos a las mujeres bonitas; unos gemían con ayes velados; otros chillaban procazmente, sin comprender el destino del hombre. Caían por tierra pétalos de flores...
No pudiendo soportar más el oprobio de que era víctima, hice un sobrehumano esfuerzo y derribé al cadáver. Cayó éste con gran aparato, partiendo por la mitad un cirio que se apagó instantáneamente. Cayó con la cabeza hacia abajo, haciendo tronar el piso.
Yo grité y no me oyó nadie:
—¡No quiero! ¡No quiero!
Todos se apresuraron a levantar al muerto, aunque pesaba demasiado. Estaba rígido y frío como un árbol. Me dio horror. Vi a lo lejos a la jovencita fresca, muy pálida y aterrada, con las manos sobre el descote. Su perfume me embriagó esta vez, removiendo mis instintos.
"¡Lograr poseerla!", pensé con angustia.
Pero de nuevo cayó a plomo sobre mí el hombre ventrudo y fétido, cuyo cuerpo parecía exactamente una vejiga.
Me encogí de hombros y opté por dormirme. Dormirme como un novio impotente o tímido en su noche de bodas.
Así lo hice. Y soñé. Soñé con dulces muertas blancas, cuyos muslos temblaban sobre mi piel... con ricos sepulcros de mármol, muy ventilados y alegres... Soñé, y las imágenes sibaríticas me hicieron tanto mal, que cuando abrí los ojos y vi penetrar el sol por las vidrieras me sentí exhausto, vacío, postrado, como deben sentirse los hombres después de una óptima noche de continuos placeres.

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